Wednesday, March 11, 2009

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Si vas a fingir, mentime
http://elerlich.com/momentito/2008/08/si_vas_a_fingir_mentime.php#more

La gente que finge la risa es peor que la que finge el orgasmo. O mejor: es la misma. Es que no pueden parar. Fingir es más adictivo que el desayuno en la cama, exige menos cuidado y no requiere el coraje que se precisa para mentir.

Mentir es robarse un libro. Fingir es pedirlo prestado cuando sabés que no lo vas a devolver. El que miente le pone huevos a la cosa, igual que el que entra a robar un banco. No se puede compararlo con el que finge que pagó la factura a la hora en que le vienen a cortar la luz.

Se miente en grande y se finge en chiquito, casi bordeando la poquedad. El que finge no quiere mirarse al espejo y verse como un mentiroso. Pero no le molestaría que lo vean como un chorro sentimental. Y nada más lejos que eso. El que finge es un plomero que te mira a la cara para saber “cuánto te puedo cobrar por esta macanita”.

El que finge pretende que no miente; hace como que le da culpa. Pero tampoco. Le faltan pantalones largos pero no le sobra imaginación: el que miente llega al trabajo tarde porque lo agarró un triple choque; al que finge el nene se le enfermó.

¿Por qué alguien prefiere fingir un vuelto de la panadería cuando puede pasar a la historia mintiendo un millón de dólares? No tanto por cobardía como por desinterés.

Es más fácil fingir un pancho que mentir una pavita adobada, se tramita más rápido y se mastica igual. Pero te lima el alma, te la deteriora. Te la deja a medio afeitar.

El mentiroso es un coso que sabe que arriesga, que está viajando con una valija non sancta y que si lo paran en la aduana se va a cansar de perder.

En cambio el que finge es más desapegado que un post-it. No le calienta que te des cuenta porque tampoco se va a tomar el tiempo para corregir. Por eso va a lo mínimo, cosa de errarle por poco. Nada de “estábamos cerrando el balance y nos cayó una inspección de impositiva con canas y todo. Nos quitaron los celulares y por eso no te pude avisar”. No. Un fingidor se conforma con un “qué querés, el jefe me retuvo”.

Y ante una cosa de esas no dan ganas ni de preguntarle ni de mirarlo fijo. Uno sabe que el otro sabe y los dos la dejan pasar: en eso, al fin y al cabo, radica la miseria de fingir.

Nadie quiere que lo encaren con la verdad, eso es sabido por todos. Pero una cosa es decolar desde una mentira como la gente, una historia que valga la pena y nos haga aunque sea soñar con la grandeza, y otra muy otra la conformidad que nos lleva a fingir.

Fingir es decirle a la vida “hasta acá hemos llegado”, “por favor no me pidas más”. Por eso fingir es masivo y lo entendemos rápido. Es como sacar un delantero y poner un marcador.

Una sólida mentira bien puesta se gana su lugar en la mesa. Te toca el culo, te levanta de la silla y en el peor de los casos convoca la furia, nos viste de inmediato con ganas de matar.

En cambio cuando nos fingen en la cara, así cortito y con poco argumento, recuperamos la tranquilidad de lo viejo y conocido: la vida nos reafirma que no merecemos más; ni siquiera que nos mientan con un poco de onda. No lo pedimos a gritos pero lo aceptamos con gracia. Nos fingen lo que sea y nos sentimos acunados por el dulce canto de la resignación.

Es hora de cortarla y decir que no. Si vas fingir, mentime. No me finjas el orgasmo: tené los ovarios de mentirme el amor. Inmolate a lo bonzo en una mentira que valga la pena, ¡corré el riesgo de que te salga mal!

Basta de achicar el mundo, señores, fingiendo cosas que no valen la pena. Los mentirosos con ganas tienen al final del túnel una chance aunque sea por la osadía. A los que fingen, por mediocres, les están cerradas para siempre las puertas de la verdad.

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